Amigo mío:
(¿Podré todavía llamarte amigo? No sé. Tu
número sigue en mi memoria para casos de emergencia, pero ya nadie me ayuda a
decidir si los lunes sin tu piel pueden considerarse
crisis.)
Ayer llovió. Sé que no te gustan los días
lluviosos porque el gris te parece un color melancólico, y tú necesitas siempre
seguridad bajo esa apariencia despreocupada y ruda que intentabas mantener
cuando hablabas conmigo. Recordé que a veces, mientras te veía perder la mirada
en la lluvia, tus pupilas llegaban a parecer de plata viva. Nunca te lo dije,
porque quería tu nostalgia oculta sólo para mí. Es extraño cómo el agua encharca
las calles de la misma forma que nos encharca los recuerdos, que ahora acaricio
con miedo a que se disuelvan y me hagan creer que nunca te vi morderte el labio
al hablar de música. Me río cuando pienso en cómo enrojecían tus orejas al
discutir, cuando intentabas que tu rock y tu dancehall sonaran antes que mi rap
y mis canciones preferidas de jazz. En momentos como ése tus brazos zanjaban la
cuestión rodeando mi cintura desde atrás, (tu voz en mi oído ha sido tu mayor
composición). Aún así, mientras dormías te tarareaba en voz baja a Louis
Armstrong para vengarme, y si alguna vez te diste cuenta, nunca lo supe. Me
gustabas más pensando que me escuchabas en silencio desafinar sobre tu
pelo.
¿Tu ropa sigue oliendo a mi perfume barato? De
él ya tan sólo quedan unas pocas gotas. No me atrevo a gastarlo ni a comprarlo
de nuevo; puede que esté destinada a encontrar otro olor que hacer mío, ya que
ése se ha adherido a tu recuerdo. Mientras, me limito a mirar de reojo el poso
de la fragancia que buscábamos cuando alguien pasaba por nuestro lado. ¿Vuelves
a tener unos ojos que querer encontrar entre la gente? Una parte de mí se
resiste a no tener derecho a que se me anude el pecho cuando una chaqueta parece
la tuya. La otra espera que alguien pueda calentar tus dedos en su mejilla,
porque no te gusta la sensación de muerte en las manos. Hace tiempo hallé un
brillo en los ojos parecido al de los tuyos y le escribí algunas páginas,
pero no llegué a dedicarle un perfume.
Cuando te extraño demasiado, recupero a Neruda
de la estantería. Recito bajo el agua caliente su Canción Desesperada, porque
sus Veinte poemas ya no hacen cosquillas como cuando los musitaba con la taza de
café apoyada en los labios, mientras te veía guiñar los ojos con los primeros
rayos de sol. Tampoco quiero recordar cómo decías que tu camisa era arte cuando
la llevaba puesta yo por las mañanas, y me hacías regresar a la cama a base de
mordiscos en los hombros y promesas sobre dormir hasta que se apagara el mundo.
El tacto de tus calcetines sobre mis piernas todavía consigue protegerme de los
monstruos, pero no de mí.
Pero ambos sabemos que tú ya no creas otros
universos paralelos donde puedes besarme de mil formas distintas sin abrir los
ojos. Ya no puedo respirar tranquila llamándote amigo, ni vas a volver a hacer
bailar a cada una de mis terminaciones nerviosas con un simple roce bajo la
mesa. Sería demasiado fácil contarte que te he olvidado, porque jamás has sabido
encontrar una mentira si te la regalo riendo.
Déjame,
amigo,
hoy quiero estar triste
sin ti.