martes, 2 de julio de 2013

Hay una chica que se ríe sola en el último banco de la iglesia.

Cada vez que intento escribir bien, vivo mal.

Otra vez has puesto esos ojos que me obligan a sentarme de nuevo cómo lo haces, si ni siquiera te he mirado y a resumir en una sonrisa torcida el desastre de día que llevo teniendo desde hace muchos meses.

Bienvenido a la República Independiente de mi Infierno.

Junio sólo es la distancia que hay para vivir en julio. Y ninguna novia quiere casarse en julio por miedo a que los niños se acerquen corriendo a sus vestidos blancos
resulta que nos casamos desnudos hasta de colores
con helados de chocolate derretidos, porque prefieren un encaje antiguo en el escote antes que una inocencia prestada por un día que resulta ser una vida.
No quieren.
No
quieren.
Pero se casan y fingen no saber que el novio lleva una mancha de chocolate rojo en el cuello de la camisa, y apenas si me aguanto la risa porque he oído a la mujer del banco delantero decir que ella nunca se va a casar en agosto.

No sé qué hay de malo en ser animales sin corazón si ni siquiera lo usamos.

Yo por verano entiendo un paréntesis vacío que intentamos llenar de felicidad de oferta en la sección de congelados con trocitos de nueces. Y quien dice que entiendo, dice que ojalá supiera qué narices estoy haciendo.

Hace demasiado calor para enamorarnos, así que enciende la televisión y el aire acondicionado y deja de mirarme
              deja de no mirarme
                                                y busca alguien a quien pensar esta centena de días que no tenga tantas ganas de besarte e irse a la hora de cenar.
                  
Tengo una lista de inspiraciones con dos nombres
que huelen a desodorante y a espuma
y


qué desastre.
Yo huelo igual.

Prometo que la señora que tengo delante le tiene más miedo a los dedos pringosos de los niños que al carmín de la rubia de la izquierda,
pero ella nunca se va a casar en agosto.



Y yo nunca voy a escribirte.