viernes, 27 de diciembre de 2013

El cristal.




Me ha asaltado mi reflejo en un escaparate mientras andaba con el rostro enterrado en la bufanda, clavando la vista en el suelo, mecanizando mis pasos para no tropezar con nadie. Como un disparo por sorpresa entre los ojos, un puñetazo en la garganta que te roba el aire, una nueva bomba de Hiroshima. Lo he visto de reojo, otra figura más caminando veloz sin tener realmente claro de qué estoy huyendo, y ni siquiera me he reconocido. He cruzado la mirada conmigo misma durante una fracción de segundo, en un parpadeo tan lento como una vida, y mi mente ha identificado mis facciones, mi estatura, mi pelo, mi ropa; ha comparado a esa persona, a esa sombra borrosa rodeada de luces, y ha susurrado que soy yo.
Es mentira.
He dejado de existir hace mucho tiempo.

Me pregunto si la mayoría de edad que no tengo en mi carnet se me ha instalado envejecida entre los labios. Me siento sonreír como si hubiera agotado todo el tiempo en un grito, y fuera una carcasa vacía demasiado prematura como para llenarse de nuevo. Estar cansada al despertar por las mañanas es sólo una forma de expresar que he tenido el alma en vela ocho horas.

Vivo rodeada de malos recuerdos, de decisiones rápidas y baratas, de dolor sedado en los pulmones. A veces cuando respiro lo noto temblar como cuchillos, y necesito otra capa más de indiferencia para mantener la expresión en su sitio. Las pesadillas no parecen tan malas cuando tengo que abrir la puerta y salir por la mañana con la alegría pintada a prisa y corriendo. Ni siquiera puedo ser muy feliz por si se me desgasta entre clase y clase.

Hoy me han saludado diciendo que estoy triste.
Que se me nota en los ojos.
La pena.
Que no le mienta, que no me esconda, que no retroceda.
Diga lo que diga, mis ojos también hablan.
De pronto ha hecho más frío. Han caído las temperaturas en perfecta coordinación con mis defensas, pero he sido la única que ha notado el viento helado en la piel bajo los cuatro jerséis.

La tristeza es un arte vestido de negro impoluto.
Yo sólo estoy perdida.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

La coherencia es una de las palabras más graciosas del diccionario porque somos capaces de nombrar algo que no existe.


Estoy gastando en sonrisas las esperanzas que guardo bajo el colchón,
los ahorros de toda una vida de decepciones y golpes contra el mismo invierno,
pero la tristeza permanece enredada en mi pecho,
como la medalla de oro de un juego ilegal y peligroso,
una loca competición entre sombras para ver quién resiste más a oscuras.
Mis recuerdos son mi forma de hacer trampas, porque qué miedo puedo tenerle a la oscuridad
si el monstruo del espejo sólo me mira a los ojos al encender las luces.
Confieso que puede que ya tenga la cuenta de alegrías en números rojos,
pero endeudarme el alma en una mentira es una forma de morir
tan buena, como cualquier otra que deje dormir a mi madre por las noches,
mientras yo escribo,
(al amanecer, el humo ha llenado la habitación, pero mi respiración continúa vacía).

Esta situación no es de locos,
porque puedo asegurar que no somos capaces de mantener ni las situaciones,
pero es curioso el parecido que tiene con volarse la cabeza sobre la encimera
muchas veces
la tarde del estreno,
dejando una butaca vacía en un mar de gente que no atiende a la obra,
pensando en aquel irresponsable que se ha olvidado de ir después de pagar la entrada.
Aclaración: amar también es una forma de suicidio.
La sociedad está diseñada para pensar lo peor de todo en el menor tiempo posible,
así que si vamos a escandalizar, que sea haciendo mucho ruido,
aunque no puedan oírnos.

Y sí, estudiarnos la piel a cámara lenta es tan solo una excusa
para no tener que preguntarnos si nos dan miedo las alturas
justo cuando hemos recorrido la mitad de la caída libre.
La mejor forma de cicatrizar un mal trago
es pegarle siete a la botella antes de vaciarla sobre la herida,
incluso antes de notar el filo atravesar tus buenas intenciones,
porque las mías las llevo ya hechas jirones sobre las frases educadas,
y estaré muy jodida, sí, pero al menos también estoy borracha.
Me persiguen los susurros de las señoras mientras camino,
diciendo que llevo puesta muy poca hipocresía para lo falso que es este tiempo,
que se me ve toda la pena por detrás de las apariencias si doy un par de pasos,
y parece que voy buscando alguien con quien ser sincera, como una puta muy poética.

Lo mejor de todo es que no tengo ni idea de qué debo hacer,
apretando los puños de las mangas para fingir ser una persona normal,
mientras voy dando tumbos por los corazones de la gente que se acerca a olvidarme rápido,
sacando todos los miedos de los cajones de la seguridad interior,
y huyendo antes de tener que enfrentarme a ellos con los dedos vacíos,
porque éso se combate teniendo la mente en blanco,
y antes de un parpadeo ya estoy escribiendo en ella.


Puede que la Navidad me ponga triste porque no sé querer a nadie.

martes, 17 de diciembre de 2013

La educación de los ateos.


Quizá es que siempre he visto el amor
como el folleto que te da por la calle
el mismo hombre casi muerto de frío,
con la sonrisa cansada de siempre,
el "gracias" con la mirada ausente
y el sueldo que nunca llega para alimentar a los dos críos.
Ese folleto que coges por educación,
por despiste,
por mecanicismo,
por no saber negarte,
por pena,
y finges que observas interesado
hasta que puedes tirarlo sin que te vea,
quince paso más allá.

Mi propósito de año nuevo
es callarme todas las cosas que debería decir para ser feliz.

Ahora una piel para mí,
es una piel.
Los ojos miran,
los labios se mueven,
el corazón bombea.
Podría jurar que antes creía en algo
que tenía que ver con tener fe
ilusión,
cariño,
esperanza,
humanidad;
con algo que te iluminaba las venas
y notabas la corriente llegarte al pecho;
con una sonrisa de medio lado
disimulada en la bufanda,
y el aire atascándose en la garganta,
enlazándose en las palabras,
hasta callar,
por no besar.

Ahora una piel para mí,
es una piel.

Ha pasado un año,
hemos pasado un año,
y el hombre de los folletos sigue estando junto al buzón de correos,
más helado,
más cansado,
más ausente,
y con otro niño.

Hoy me he guardado el papel en el bolsillo
cuando he visto un océano de folletos,
tristes,
huyendo en remolinos de viento
como hojas falsas de invierno,

quince pasos más allá.